
02 December 2025
Introducción
La agricultura siempre se ha movido en contextos de incertidumbre, algo que es consustancial con la actividad agrícola y ganadera.
Las inclemencias del tiempo, la sucesión de plagas y enfermedades, la volatilidad de los mercados o la dificultad de ajustar la oferta —siempre variable— y la demanda de alimentos —bastante rígida—, contribuyen a crear el incierto escenario en que se mueven muchos agricultores.
Y eso a pesar de unos avances científicos y tecnológicos que, si bien han reducido esa incertidumbre con sus cada vez más eficaces productos fito y zoosanitarios y con sus modelos predictivos del mercado y la meteorología, no pueden dar la suficiente certeza al agricultor como para proporcionarle un escenario de seguridad.
El riesgo, siempre presente, de que rebroten viejas plagas y enfermedades o de que surjan otras nuevas, hace que la incertidumbre siga siendo una característica de la actividad productiva agraria
El riesgo, siempre presente, de que rebroten viejas plagas y enfermedades o de que surjan otras nuevas, hace que la incertidumbre siga siendo una característica de la actividad productiva agraria. En lo que respecta a la ganadería, el rebrote, por ejemplo, de la peste porcina, la lengua azul, la fiebre aftosa o la gripe aviar, es una amenaza constante al ser enfermedades nunca erradicadas del todo. Entre las plagas que afectan a los árboles y plantas, las más tradicionales como el mildiu y la mosca del olivo, o las más recientes como el Verticillium y la Xylella fastidiosa, son otro ejemplo de amenazas que generan inquietud en los productores, por cuanto pueden reactivarse si las condiciones climatológicas las favorecen.
Además, y en lo que respecta a las variaciones climáticas, hoy se predice, por ejemplo, con gran exactitud cuándo y dónde va a llover, e incluso cuánto; pero, paradójicamente, el agricultor está más indefenso que nunca ante los efectos desbocados de la naturaleza. Al haberse roto por diversas causas —entre ellas, la emisión de gases de efecto invernadero— la natural asociación de las estaciones y el clima, se han hecho más imprevisibles los sucesos climáticos extremos —lluvias torrenciales, danas, granizo, nevadas y heladas a destiempo, sequías prolongadas, incendios forestales de sexta generación—.
Hoy es tan grande el desequilibrio de los ecosistemas naturales que sería imposible seguir el ciclo anual de las estaciones leyendo, por ejemplo, la novela Las ratas, escrita hace más de 60 años por Miguel Delibes, y donde se narra, a través de la trágica historia del niño Nini y su tío el ratero, el transcurrir de un año agrícola en la vida de un pueblo rural castellano.
Asimismo, la imprevisibilidad de las situaciones geopolíticas es otro importante factor de incertidumbre. En la actualidad, es imposible prever, por ejemplo, en qué momento la inestabilidad de ciertas regiones o países en conflicto puede alterar el escenario internacional ocasionando distorsiones tanto en las cadenas de suministro de insumos —energía, semillas, fertilizantes, pesticidas, harinas para piensos…—, como en los mercados de origen y de destino de las producciones alimentarias.
La persistencia de tan inciertos escenarios explica la razón de ser de las políticas agrarias —entre ellas, la PAC—, cuyos objetivos son, como se sabe, mitigar los efectos de esa incertidumbre garantizando a los agricultores una renta mínima, asegurándoles los riesgos o compensándolos de los daños ocasionados por las incidencias del clima o por la inestabilidad de los mercados.
No obstante, y debido a sus propias limitaciones —técnicas, económicas y políticas—, las políticas agrarias nunca logran, a pesar de ser reformadas cada cierto tiempo para adaptarse a los escenarios cambiantes de la agricultura, eliminar del todo tal incertidumbre.
Por ello, muchos agricultores, bien es verdad que unos más que otros, se ven impelidos a desarrollar su actividad en situaciones de vulnerabilidad, generándoles inquietud y ansiedad y provocando esas reacciones de protesta que suelen ser tan habituales en el sector.
A ello habría que añadir, en el contexto actual, la incertidumbre que genera la persistencia de temas como la guerra de Ucrania en el corazón de Europa, que obliga a la UE a establecer nuevas prioridades de gasto público en materia de defensa, en perjuicio de las políticas tradicionales —agraria, rural y de cohesión—.
Otro factor actual de incertidumbre son las políticas arancelarias adoptadas de forma unilateral, y al margen de los organismos internacionales, por países como EEUU que, en sus propósitos nacionalistas, las utilizan como armas estratégicas en el nuevo contexto de guerras híbridas.
Sin embargo, vivir en la incertidumbre no es algo nuevo para los agricultores, sino algo a lo que están acostumbrados, habiendo demostrado siempre una gran capacidad de adaptación ante escenarios inciertos.
Por tanto, y por muy incierta que sea la actual coyuntura, no hay que dejarse cegar por ella, sino identificar cuáles son los verdaderos vectores del cambio estructural que afecta hoy a la agricultura. Solo así se podrán definir posibles estrategias, tanto a nivel individual, como colectivo; y tanto en el ámbito de las iniciativas privadas como de las políticas públicas.
Algunos rasgos del actual contexto de cambios
Sin duda que, por las dimensiones del cambio científico-tecnológico, el momento actual puede compararse con el impulsado hace 60 años por la llamada 'revolución verde', aunque con las singularidades propias del presente. Se asiste, como entonces, a un fuerte desarrollo de la ciencia y la tecnología, que está cambiando los procesos productivos agrícolas y ganaderos y las formas de gestionar las explotaciones.
En aquellos años de 1960, cuando comienza la 'revolución verde', los vectores del cambio eran la mecanización, el regadío, la mejora vegetal y animal, los insumos químicos de síntesis, la ganadería intensiva… en el marco de un modelo de agricultura dirigido a aumentar la producción mediante incrementos acelerados de la productividad por hectárea o por cabeza de ganado.
Todo ello estaba impulsado por los programas del Banco Mundial y por las políticas de una entonces Comunidad Económica Europea (CEE), que comenzaba su andadura en los seis países fundadores y que tenía entre sus grandes prioridades asegurar el abastecimiento de alimentos a su población modernizando en un sentido productivista las bases de la agricultura tradicional.
Ahora, ya avanzado el siglo XXI, los vectores del cambio son otros, entre los que cabe destacar la biotecnología, la digitalización o la inteligencia artificial, en un nuevo proceso de modernización. Sin embargo, y a diferencia del anterior, el de hoy es un proceso modernizador que no solo se guía por una lógica productivista y en el que no solo están presentes los factores tecnológicos ya citados, sino también factores de tipo ecológico y cultural, como los que inspiran la economía circular, la agroecología, el bienestar animal, el consumo responsable, la restauración de los ecosistemas, la preservación de los paisajes y la biodiversidad, por citar algunos de esos factores.
En lo que se refiere a los cambios tecnológicos, hoy es posible, por ejemplo, dirigir a distancia una explotación agraria sin que su titular resida en el territorio circundante. Asimismo, se desarrollan modelos de 'agricultura sin agricultores' gracias a la expansión de sofisticadas fórmulas societarias —sociedades jurídicas, fondos de inversión y de capital riesgo…—; y gracias también a la externalización de muchas tareas que antes las realizaba el titular con la ayuda de su familia o con personal asalariado y que ahora las delega en empresas de servicios. Ver en este sentido la versión en español del libro de F. Purseigle y B. Hervieu, Une agriculture sans agriculteurs, publicada por Cajamar en 2024.
Pero al mismo tiempo —y esa es una diferencia respecto a lo que ocurría en la modernización de hace más de medio siglo— los modelos altamente tecnificados no se imponen hoy como única vía del desarrollo agrícola. Hoy, gracias, sobre todo, a los cambios producidos en las demandas de los consumidores, y gracias también al citado cambio cultural respecto al modo de percibir nuestra relación con la naturaleza, coexisten modelos hipertecnificados con otros alternativos basados en los principios de la agroecología, tales como la agricultura regenerativa, los mercados de proximidad, la agricultura ecológica, los sistemas mixtos agro-silvopastorales…
Puede decirse que nunca ha habido tanta pluralidad de modelos de desarrollo agrario como ahora, tanto a nivel del discurso social y político, como de las prácticas agrícolas y ganaderas. No cabe hablar, por tanto, de que exista hoy un pensamiento único en los temas agrarios y rurales, como sí lo había en los años 1960, cuando el productivismo a ultranza era el discurso dominante.
Nunca ha habido tanta pluralidad de modelos de desarrollo agrario como ahora, tanto a nivel del discurso social y político, como de las prácticas agrícolas y ganaderas
Hay, sin duda, en la actualidad grandes explotaciones que utilizan las técnicas de la agricultura de precisión, que son gestionadas con drones y que están organizadas en forma de sociedades jurídicas ausentes del territorio.
Pero, junto a ellas, existen explotaciones que siguen estando integradas en las áreas rurales y que son gestionadas directamente por sus titulares, utilizándose también en ellas las nuevas tecnologías, pero adaptadas a las características de su pequeña y mediana dimensión, y recurriendo a fórmulas asociativas para alcanzar apropiadas economías de escala.
Asimismo, hay macrogranjas gestionadas mediante algoritmos o programas de inteligencia artificial, pero también encontramos ganaderos que gestionan pequeñas y medianas cabañas utilizando también las nuevas tecnologías si bien acondicionadas a las necesidades de sus granjas —GPS para controlar el rebaño cuando pastorea, salas de ordeño mecanizado…—.
Es evidente que todo este fuerte proceso de cambio tecnológico y cultural tiene efectos tangibles e intangibles tanto en la competitividad y sostenibilidad de la agricultura, como en la estructura de las explotaciones y en el modo de gestionarlas, lo que convierte en obsoletos algunos de los conceptos que veníamos utilizando en el debate rural y agrario.
Por ejemplo, seguir hablando hoy de agricultura familiar puede que tenga sentido en términos emocionales e identitarios, o incluso como base del discurso sindical en tanto bandera reivindicativa. Pero lo cierto es que este concepto no aporta gran cosa a la hora de clarificar la situación actual del sector agrario en los países de nuestro entorno europeo, dado que se han ido diluyendo muchos de los rasgos familiares que habían caracterizado a las pequeñas y medianas explotaciones.
Hoy, el concepto de agricultura familiar es un residuo del pasado que no tiene mucho sentido reactivar, por cuanto apenas queda nada del modelo que giraba en torno al trabajo del titular de explotación y su familia. De ahí la dificultad que encuentran para definirlo muchos analistas que apuestan por seguir defendiendo las explotaciones agrarias de pequeña y mediana escala frente a modelos de agricultura de empresa gestionados mediante fórmulas societarias.
Ante la falta de indicadores fiables para medir un modelo de actividad que aún calificamos de familiar, pero que cada vez nos resulta más escurridizo, estos analistas acaban definiéndola por defecto —sería familiar todo lo que no se asemeja a los modelos societarios de la agricultura de empresa—.
Se da, incluso, la paradoja de que presentan rasgos más familiares algunas sociedades jurídicas que, en forma de comunidades de bienes, gestionan el patrimonio común de un grupo de herederos, mientras que muchas pequeñas y medianas explotaciones, gestionadas antaño mediante la participación directa del agricultor y su familia, son ahora llevadas a duras penas solo por el titular contratando personal asalariado o externalizando algunas tareas, al desarrollar los hijos sus propios proyectos profesionales —muchos fuera de la agricultura—.
El debate actual debe plantearse, por tanto, no sobre la defensa de explotaciones agrarias de tipo familiar que están dejando de ser familiares, sino sobre el apoyo a modelos de agricultura profesional viables económicamente, o con potencialidad de serlo, y que serían la base de lo que en algunos círculos de opinión se denomina la 'clase media del campo' (ver sobre esto el excelente artículo de Tomás García Azcárate: “Mucho más que unas tractoradas”, publicado en abril de 2024 en Alternativas Económicas).
Serían modelos de pequeña y mediana escala, eficientes en el uso de las tecnologías y en el consumo de los inputs agrarios, así como sostenibles en su relación con el medioambiente; modelos en los que sus titulares serían personas físicas directamente implicadas en la gestión de las explotaciones como los profesionales de cualquier otro sector; modelos que, mediante algún tipo de incentivos públicos —no solo ayudas directas—, serían capaces de competir, de forma individual o asociativa, en los mercados y asegurar la renta de los agricultores.
En esos modelos profesionalizados, distintos de las fórmulas societarias de la agricultura de empresa, caben diversas formas de gestión: desde explotaciones orientadas a la obtención de productos estandarizados —tipo commodities—; hasta los que apuestan por productos de calidad diferenciada vinculados al territorio —como la amplia gama de producciones amparadas en denominaciones de origen o similares—; o por formas específicas de producción —agricultura ecológica—, pasando por los que buscan relacionarse con los consumidores de un modo directo mediante circuitos cortos.
Todo ello plantea importantes retos sociales y políticos, que analizaré en este artículo, y entre los que cabe destacar la renovación generacional, la transición ecológica y digital, la autonomía estratégica o la vertebración de la cadena alimentaria.
Algunos de estos retos han sido también analizados de modo brillante por Roberto García Torrente en varios artículos publicados en las últimas semanas en su blog de Plataforma Tierra, titulados “¿Cuáles deberían ser las prioridades de la agricultura europea?” (I, II y III).
Renovación generacional (incluyendo la dimensión de género)
La población agraria española está muy envejecida, y sin jóvenes es imposible afrontar los grandes desafíos que tiene por delante nuestro sector agrario. Dos tercios de los agricultores tienen más de 55 años, lo que significa que dentro de 10 estarán en edad de jubilarse, no estando asegurado el relevo generacional en la mayor parte de los casos.
Lo preocupante de este hecho no es la escasa presencia de jóvenes al frente de las explotaciones agrarias, algo que en sí mismo no es un problema, sino que las actitudes favorables a la innovación se van perdiendo con la edad.
Ello quiere decir que, si no hay renovación generacional, sin jóvenes difícilmente se podrán abordar las innovaciones que necesita nuestra agricultura para responder a los retos de este siglo XXI.
Sin embargo, es un hecho que la actividad agraria resulta, en general, poco atractiva para el conjunto de los jóvenes de hoy. Esto se debe a la imagen aún estereotipada que se tiene de la agricultura como una actividad poco dinámica e innovadora, atrasada desde el punto de vista de la cultura predominante y sometida a las inclemencias del tiempo; también se debe a la escasa rentabilidad de algunos subsectores, en especial los tradicionales, que son precisamente los que más contribuyen a esa imagen negativa —y victimista— tan difundida de la agricultura al ser, obviamente, ese tipo de agricultores los que más hacen oír su voz en las manifestaciones de protesta.
A ello se le une el fuerte atractivo que sigue ejerciendo el medio urbano entre los jóvenes, y la escasa valoración que tienen los propios agricultores de su actividad, así como el deseo cada vez más explícito de que sus hijos no se dediquen a la agricultura. Según estudios de autovaloración, la agricultura es la profesión peor valorada por los agricultores, siendo, paradójicamente, quienes no se dedican a ella los que mejor la valoran.
Según estudios de autovaloración, la agricultura es la profesión peor valorada por los agricultores, siendo, paradójicamente, quienes no se dedican a ella los que mejor la valoran
Todo ello crea un cuadro preocupante sobre el tema de la renovación generacional, agravado por las dificultades de los jóvenes de acceder a un mercado de tierras bloqueado por el modo como se distribuyen las ayudas directas de la PAC, un sistema que no incentiva la salida de los que se jubilan y que, por tanto, no facilita la entrada de nuevos agricultores (sobre este tema puede verse el excelente artículo de Tomás García Azcárate: “¿Deben los jubilados cobrar las ayudas agrarias?”, publicado hace un par de semanas en Elnacional.cat).
Es por tal motivo que el tema de la renovación generacional debería ser tratado como un asunto de Estado en el que se implique no solo el Ministerio del ramo —Agricultura—, sino también otros Ministerios —Hacienda, Educación, Empleo, Fomento…—, e incluso las Comunidades Autónomas, Diputaciones provinciales y Ayuntamientos.
Debemos tener en cuenta que la incorporación de jóvenes a la agricultura exige, sin duda, la aplicación de incentivos económicos —como las ayudas a la instalación—; pero también medidas fiscales y jurídicas —facilitando el relevo en el marco de la transmisión patrimonial o fuera de ella, modernizando la legislación en materia de arrendamientos, facilitando el acceso a la vivienda…—; lo que exige políticas coordinadas en distintas escalas.
Pero también es necesario el desarrollo de campañas de sensibilización social usando las nuevas tecnologías de la comunicación para mostrar y poner en valor una actividad, como la agrícola y ganadera, cada vez más profesionalizada e innovadora, y esencial para asegurar el abastecimiento de alimentos sanos y de calidad.
De ahí la necesidad de articular la intervención de los poderes públicos en distintas áreas de la Administración y con las entidades de la sociedad civil —medios de comunicación, centros educativos y de formación, asociaciones culturales…— si se quiere abordar un problema como este tan complejo, pero fundamental para el futuro de nuestra agricultura.
En relación con este asunto, es preciso separar el tema de la renovación generacional del problema de la despoblación de los territorios rurales, dos temas que a veces se confunden.
Es un hecho innegable que la incorporación de jóvenes en la agricultura no resolverá el problema de la despoblación rural, puesto que, es probable, que muchos de estos futuros agricultores decidan vivir en las áreas urbanas y no en el territorio donde tengan su explotación, algo que es posible hoy gracias a la mejora del transporte y las comunicaciones viarias y gracias también a las tecnologías digitales.
Por eso, la renovación generacional en la agricultura, importante por sí sola, no debe asociarse al problema, también importante, de la despoblación de algunos territorios rurales, pues son temas diferentes que exigen formas distintas de abordarlos.
En ese contexto de renovación generacional de la agricultura, la incorporación de la mujer adquiere cada vez mayor relevancia, y no porque ello tenga un valor en sí mismo, que lo tiene si lo planteamos en términos de igualdad, sino porque está demostrado que las mujeres introducen un plus de innovación en todas las actividades que ellas emprenden.
Por eso, si queremos afrontar los grandes retos de nuestra agricultura en materia de innovación, debe avanzarse en la incorporación de la mujer, tanto en las áreas técnicas y productivas, como en la cotitularidad de las explotaciones y en su presencia en los órganos directivos de las cooperativas y organizaciones profesionales, donde hoy existe un evidente sesgo masculino.

La transición ecológica y la digitalización
Más allá de los debates sobre el cambio climático, es un hecho que se están produciendo alteraciones importantes en las temperaturas y precipitaciones pluviométricas, siendo los agricultores los primeros afectados. Por ello, son necesarias las acciones emprendidas desde las instancias internacionales para reducir —mitigar— las emisiones de gases de efecto invernadero, que son la principal causa de estas anomalías climáticas (por ej.: los acuerdos de las COP, cuya última, la COP-30 ha tenido lugar en la ciudad brasileña de Belem).
Pero, dadas las dificultades de alcanzar acuerdos en esas instancias y de implementarlos luego en cada país, es un hecho que los gobiernos y los propios agricultores emprenden acciones e iniciativas para adaptarse a la nueva situación climática, percibida ya como un problema que no puede esperar y que debe abordarse a nivel territorial, que es donde se manifiestan sus efectos.
En el marco de esas iniciativas de adaptación, se investigan, por ejemplo, variedades vegetales mejor adaptadas a contextos de altas temperaturas y escasez de agua —utilizándose para ello los avances de la edición genética, como la tecnología CRISPR—; se aplica la digitalización para un uso más racional de los insumos, sobre todo fertilizantes y plaguicidas —agricultura de precisión—; se incentiva a los agricultores a cambiar sus prácticas por otras más respetuosas con el medioambiente —cubiertas vegetales, agricultura de conservación, laboreo mínimo, agricultura regenerativa…—; y se reforman los sistemas de aseguramiento para incluir los nuevos riesgos climáticos, además de ampliarse los sistemas de avales para facilitar a los agricultores el acceso al crédito.
Asimismo, y en países como España con limitaciones de agua en gran parte de su territorio, es necesario abordar la sostenibilidad hídrica de nuestro regadío agrícola. Por ello, deben aprovecharse al máximo las posibilidades de las nuevas tecnologías digitales en materia de ahorro y energía para racionalizar la extracción y uso de los recursos, depurar las aguas superficiales, utilizar mejor las aguas subterráneas y explorar fuentes alternativas (por ej.: desaladoras).
Asimismo, debe activarse una gestión adecuada de los trasvases entre cuencas y dentro de cada cuenca, al igual que restaurar aquellos embalses que se encuentran en estado deficiente de conservación —por su elevado nivel de colmatación—, eliminar los que están en desuso —para devolver el caudal a los ríos— y modernizar las redes de conducción —para minimizar las pérdidas de agua—.
Y todo ello, planteando, en el caso español, un gran acuerdo nacional sobre la necesidad de limitar, o al menos no aumentar, la actual superficie de regadío. Sobre este tema puede verse el excelente artículo de Julio Berbel et al.: “Las claves del regadío español 2025”, publicado el pasado mes de octubre en Plataforma Tierra.
En definitiva, se asiste a un proceso de transición ecológica hacia modelos de agricultura y ganadería mejor adaptados al nuevo contexto climático. Se va hacia modelos más racionales y eficientes en términos de utilización de insumos, menos dependientes de las energías fósiles y más en sintonía con la gestión de los espacios forestales.
En ese proceso es importante el papel a desempeñar por la amplia red de excelentes centros públicos y privados de investigación y transferencia que hay en la UE —universidades, centros superiores de investigación científica, institutos especializados…—, y que son fundamentales para avanzar en las innovaciones científicas y tecnológicas tan necesarias para abordar la transición ecológica.
La digitalización puede ayudar, pero siempre que se le considere no un fin en sí mismo, sino un medio al servicio de la innovación que precisa el sector agrario
Pero también es importante que no sean excluidas de todo este proceso aquellas explotaciones de pequeña y mediana escala —pero profesionalizadas en tanto sus titulares se implican directamente en su gestión— que tienen potencial para realizar la transición ecológica y digital, pero que encuentran serias dificultades para abordar ese reto por sí solas.
Son, además, explotaciones que, en muchos casos, desempeñan un papel fundamental en el desarrollo de las áreas rurales, dada su directa vinculación con el territorio, siendo calificadas por algunos autores como "clase media del campo", tal como he comentado antes.
La digitalización puede ayudar a ello, pero siempre que se le considere no un fin en sí mismo, sino un medio al servicio de la innovación que precisa el sector agrario, tanto en lo que se refiere a los procesos productivos, como a los modos de gestión de las explotaciones, facilitando el buen uso de los insumos y el inevitable control administrativo asociado a la asignación de recursos públicos.
En ese sentido, la carga burocrática que tanto se le critica a la PAC desde el propio sector agrario es consustancial a esta política, por cuanto la concesión de ayudas públicas lleva implícita su fiscalización y control; algo que solo puede aliviarse mediante el buen uso de las nuevas tecnologías, como es lo que se pretende desde la UE con el 'cuaderno digital de explotación'.
De ahí la importancia de utilizar la amplia gama de políticas públicas existente para que ese proceso de transición ecológica y digital no sea abrupto, sino gradual, ni tampoco excluyente, sino inclusivo —transición justa—, adquiriendo especial relevancia el tema de la formación y el asesoramiento técnico a los agricultores, algo en lo que el mundo asociativo —tanto OPA como cooperativas— debería jugar un papel importante.
Además, los poderes públicos deben asegurar las infraestructuras necesarias en materia de conectividad digital. Un desafío este de una envergadura similar al que significó la electrificación rural de los años 1960 en nuestro país, y que debe ir acompañado de una modernización de la red eléctrica que satisfaga la creciente demanda de energía permitiendo un mejor ajuste de las diversas fuentes de generación —térmica, eólica, solar, hidráulica, nuclear…—, evitando el riesgo de colapso.
Sea como fuere, en el reto de la transición ecológica y digital deben combinarse, al menos, las tres dimensiones de la sostenibilidad: la ambiental —una agricultura más respetuosa con el medioambiente—, la económica —que tenga en cuenta la rentabilidad de las explotaciones— y la social —que considere no solo el equilibrio y cohesión de los territorios, sino también el bienestar de la población rural y las condiciones laborales de los asalariados, reconociéndose, no obstante, la singularidad del trabajo agrícola en cuanto a la duración y flexibilidad de la jornada—.
Autonomía estratégica y ¿soberanía alimentaria?
Debido a acontecimientos como la pandemia covid o la guerra de Ucrania y otros por venir, debe añadirse a las tres dimensiones de la sostenibilidad antes mencionadas una cuarta, que tiene que ver con asegurar, a nivel interno, un cierto grado de producción de alimentos de carácter estratégico. Sería algo así como incorporar al reto de la sostenibilidad una dimensión “estratégica”, en el sentido de disponer de un sistema alimentario capaz de asegurar el suministro básico a la población reduciendo su dependencia de las importaciones.
A ello habría que añadir la reducción de la dependencia energética de fuentes externas, lo que abre el debate sobre el uso de las tierras agrícolas para la producción de energía renovable —fotovoltaica, eólica…— y sobre la necesidad de su regulación, así como el tema de las “tierras raras” y el de la ubicación de las plantas de biogás en las áreas rurales.
Este tema de la autonomía estratégica ha hecho reactivar en algunos países de la UE (por ejemplo, Francia) el viejo concepto de soberanía alimentaria. Es este un concepto que fue abandonado hace tiempo por el más amplio de la seguridad alimentaria, y que ahora se retoma con algo de frivolidad, rayana en el populismo, y como respuesta en caliente a la presión de algunos grupos de agricultores —los de mayores dificultades para afrontar los retos de la globalización y la apertura comercial—, que enarbolan la bandera de “primero, los productos nacionales”.
En este sentido, habría que recordar que el significado del concepto de soberanía alimentaria es “el derecho de los pueblos a alimentarse por sí mismos”, algo que solo podrían hacerlo los países que tienen recursos agrícolas suficientes y disponen de una sólida cadena alimentaria.
Además, llevado al extremo, tal concepto conduciría al desarrollo de políticas proteccionistas de carácter nacional en un contexto como el actual en el que los mercados de alimentos son abiertos, trascienden las fronteras y están fuertemente interconectados, sobre todo en países de vocación agroexportadora —como es el caso de la citada Francia o de nuestro país España—. De ahí la incoherencia de reactivar el viejo concepto de la soberanía alimentaria, asociándolo al de autonomía estratégica.
Sin duda que cada país debe procurar asegurarse un cierto grado de autonomía estratégica en materia de producción de alimentos. Pero eso debe hacerse sin menoscabo de la necesaria apertura de los mercados, dada la ya señalada orientación exportadora de muchas de nuestras producciones y dados los compromisos de la UE en materia de seguridad alimentaria asumidos en el marco de la Agenda 2030 —contribuir a erradicar el hambre en el mundo, desarrollando relaciones de intercambio comercial entre países— y en consonancia con los acuerdos con terceros países en materia de cooperación.
Conciliar la necesaria autonomía estratégica con la apertura de los mercados exige, no obstante, introducir algún tipo de regulación para que haya equilibrio y correspondencia entre las importaciones y exportaciones, de tal modo que la liberalización del comercio no genere más perjuicios que beneficios a los productores nacionales.
En este sentido, adquiere especial relevancia las cláusulas de salvaguarda —para equilibrar las entradas y salidas de productos— o las cláusulas espejo —para asegurar que los productos que entren en un determinado mercado respondan a las mismas exigencias sanitarias, ambientales y sociales que las que se aplican a los productos internos—; cláusulas todas ellas que deberían fijarse en los organismos multilaterales y no responder a intereses nacionales.
La vertebración de la cadena alimentaria
Desde los inicios del proceso de modernización en los años 1960-1970 y desde la integración plena de la agricultura en el sistema económico, no puede concebirse el sector de la producción agraria como un sector aparte, aislado del resto. Desde hace décadas, el sector agrario es un eslabón más de la cadena alimentaria, junto a las industrias de insumos y de transformación, las redes de transporte y las empresas de distribución, tanto minoristas, como mayoristas, además de los consumidores.
Por eso, hay que utilizar una perspectiva amplia e integral, una perspectiva de cadena alimentaria y no los enfoques ya obsoletos de tipo sectorial que solo contemplan por separado aquellos aspectos relacionados exclusivamente con la producción agrícola y ganadera.
En este sentido, y más allá de la valoración que pueda hacerse sobre su contenido, me parece acertada la Estrategia Nacional de Alimentación aprobada por el MAPA, en la medida que utiliza un enfoque integral de cadena alimentaria superando las anteriores perspectivas sectoriales.
Asimismo, a nivel de la UE, la reciente creación del Consejo Europeo de Agricultura y Alimentación, siguiendo las recomendaciones del informe final del Diálogo Estratégico sobre el Futuro de la Agricultura, va en esa misma dirección, superando la etapa en la que el COPA y el COGECA ejercían casi en exclusiva un papel protagonista en las instancias de interlocución de la PAC —comités consultivos agrarios—, en tanto representantes de los agricultores.
Eso mismo se ha reflejado en la composición de los que han participado el pasado 8 de mayo en la “Conferencia sobre Agricultura y Alimentación” organizada por la Comisión Europea para escuchar las opiniones del conjunto del sector alimentario y no sólo de los que representan a la producción agraria.
Respecto a la vertebración de la cadena alimentaria, es verdad que existen sistemas distintos de los convencionales, como los ya citados circuitos cortos y mercados de proximidad, en los que productores y consumidores se relacionan de forma directa y sin intermediarios; también lo es la existencia de modelos de producción ecológica o de agricultura regenerativa que, con razón, reclaman estar presentes en las instancias de representación. Pero su importancia en términos cuantitativos es aún muy poco significativa, lo que explica su menor protagonismo dentro de la cadena.
Es evidente, por tanto, que el grueso del sistema de producción y distribución de alimentos se canaliza a través de la cadena alimentaria convencional, y dentro de ella la interdependencia es total entre sus distintos componentes.
Es una cadena muy compleja, en la que, por lo general, los agricultores son su eslabón más débil. Esa debilidad radica en las características perecederas de gran parte de las producciones agrícolas, pero también en la elevada atomización de sus explotaciones y en el bajo nivel de vertebración económica que aún existe en muchos subsectores y que los hace aún más vulnerables —y que se refleja en un cooperativismo de primer grado disperso y poco eficiente—.
Así como la vertebración de tipo sindical ha alcanzado un nivel de madurez equiparable al de los demás países de nuestro entorno europeo a través de las OPA, no puede decirse lo mismo en relación al asociacionismo económico, aún anclado en estructuras poco sólidas.
De ahí que los poderes públicos intenten con instrumentos legislativos hacer más eficiente el sistema alimentario buscando un mejor equilibrio dentro del mismo —como ha sido el caso de la reciente Ley de la Cadena Alimentaria—.
Pero su buen funcionamiento no depende solo de que exista una ley que lo regule, dadas las evidentes limitaciones del poder público para intervenir en una economía de mercado, ni tampoco debe fiarse todo a las sanciones legales respecto a la obligatoriedad de establecer contratos o a la fijación de precios por encima de unos costes mínimos de producción que son difícil de definir, por no decir imposible.
Su funcionamiento depende, sobre todo, de que los distintos componentes de la cadena alimentaria se convenzan de que, más que una “cadena”, el sistema alimentario es un “puente” en el que todos los pilares deben ser sólidos para que los alimentos puedan circular desde la producción al consumo. Y ahí, cada agente del sistema alimentario tiene su propia responsabilidad, más allá de que exista una ley que lo regule.
Más que una 'cadena', el sistema alimentario es un 'puente' en el que todos los pilares deben ser sólidos para que los alimentos puedan circular desde la producción al consumo
La responsabilidad del sector agrario es producir de modo sostenible productos sanos y de calidad, así como vertebrar mejor sus intereses a través de eficientes modelos asociativos —cooperativas, denominaciones de calidad, organizaciones de productores, interprofesiones…— impulsados, en muchos casos, por el sindicalismo agrario —encarnado en las OPA— en su labor de dinamización y defensa del sector.
Por su parte, la responsabilidad del sector de las industrias y la distribución es también la de vertebrarse de forma asociativa para desarrollar tareas de interlocución en el seno de modelos interprofesionales; pero sobre todo ha de ser la de remunerar de modo adecuado a los que le garantizan el suministro; es decir, los agricultores, y poner a disposición de los consumidores los productos que demandan.
En todo este largo y complejo sistema alimentario, el consumidor final es el que tiene la última palabra. Por ello, todos los operadores económicos deben ser sensibles a los cambios que se producen en los gustos y exigencias de los consumidores, asegurándoles alimentos sanos y de calidad. Pero también sensibles en sus valores respecto a la ética con los seres vivos —bienestar animal—, el medioambiente, el paisaje, la salud, el desperdicio de alimentos o las condiciones laborales de los asalariados.
Corolario: incertidumbre ante la reforma de la PAC (2028-2034)
Para afrontar los retos de la agricultura en contextos de incertidumbre se dispone de suficientes medios técnicos y económicos, y de altos niveles de formación, nunca antes alcanzados en nuestro país. Además, la pertenencia al espacio común de la UE y la existencia de la PAC han significado una importante red de seguridad tal como se ha plasmado en el Plan Estratégico 2023-2027.
Sin embargo, la PAC es una política limitada tanto en recursos —cada vez más menguantes al tiempo que se reduce también el número de agricultores beneficiarios—, como en instrumentos de intervención —que no pueden sobrepasar las reglas del mercado y la competencia—, debiendo competir, además, con otras prioridades de gasto en la UE.
Por eso, la PAC no puede resolver todos los problemas de una agricultura tan diversa como la europea, en especial después de las sucesivas ampliaciones a nuevos países y de las que puedan venir en los próximos años —pensemos en la futura adhesión de Ucrania—. Eso explica la tendencia a ir delegando a los Estados miembros las competencias en materia agrícola en un proceso de renacionalización, inverso al que estuvo en el origen de la PAC.
Por ese motivo, se fijan prioridades, tanto a nivel de la UE, como de cada país, a la hora de distribuir los recursos destinados al sector agrario —ayudas directas a la renta, ayudas a la mejora y modernización de las explotaciones…— según a qué grupos se quiera apoyar y qué iniciativas promocionar.
Es un debate político en el que cada vez más se abre paso la idea de que las ayudas públicas deben ir dirigidas a favorecer las explotaciones profesionales con potencial de viabilidad, y a impulsar programas claros y atractivos en materia de innovación para impulsar el tan necesario proceso de modernización y de transición ecológica.
No basta con decir que las ayudas directas deberán focalizarse en la citada “clase media del campo”, término útil para el debate político, pero genérico y difuso a efectos prácticos, siendo necesario precisarlo con indicadores medibles (el excelente artículo de José María Sumpsi: “La focalización de las ayudas a la renta de la PAC”, publicado en Plataforma Tierra, aborda esta cuestión y plantea propuestas concretas a ese respecto).
En ese contexto, la Comisión Europea ha publicado hace unos meses las Perspectivas Financieras de la UE 2028-2034, cuyo análisis no es propósito de este artículo, por lo que remito al lector al excelente texto de Mario Kölling: “La propuesta del nuevo MFP 2028-2034; ¿cambio radical en la lógica del presupuesto de la UE?”, publicado por el Real Instituto Elcano.
Tampoco es mi intención analizar el nuevo sistema de gobernanza de las políticas comunes, que afectaría, entre otras, a la estructura de dos pilares de la PAC —con sus correspondientes fondos FEAGA y FEADER—, y que corre el riesgo serio de desaparecer. Por eso, para un análisis más detallado de los temas agrarios en las nuevas perspectivas financieras de la UE, remito también al lector al excelente artículo de Ignacio Atance: “Del Plan Estratégico al Plan País: el giro de la PAC en el próximo presupuesto europeo”, publicado en Plataforma Tierra .
Me corresponde, sin embargo, en el marco del hilo argumental de este artículo, valorar lo que significaría una posible supresión de la PAC, que, en mi opinión, añadiría, al menos a corto plazo, un nuevo factor de incertidumbre para los agricultores. Es verdad que la parte relativa a las ayudas directas a la renta —hoy, en el primer pilar— quedaría estando blindada con una asignación fija en la nueva programación, pero no sucede lo mismo con los apoyos —hoy, en el segundo pilar— a la modernización y mejora de las explotaciones, ni con los incentivos para la transición ecológica y la innovación digital, que dependerían del modo como cada Estado defina las prioridades de sus políticas en el marco del correspondiente Plan Nacional y Regional de Asociación.
Hay que tener en cuenta que, en el nuevo sistema de gobernanza propuesto por la Comisión Europea en las Perspectivas Financieras 2028-2034, las OPA y el propio MAPA ya no tendrían el protagonismo que han tenido hasta hoy en el marco de la PAC, debiendo competir ahora por la defensa de los temas agrarios con ministerios y grupos de interés vinculados a las demás áreas que componen los programas del nuevo Plan de Asociación.
Es, por tanto, un factor de incertidumbre a incluir en el contexto donde han de moverse los agricultores en los próximos años.
Conclusiones
La renovación generacional; la gestión del agua; la sostenibilidad en sus distintas dimensiones —económica, social y ambiental—; la autonomía estratégica; la investigación científica, la transferencia y la formación profesional; la vertebración de la cadena alimentaria; la buena gestión de los espacios forestales; la conectividad eléctrica y digital; la regulación del comercio; las nuevas demandas de los consumidores… constituyen hoy, como he señalado, grandes retos para la agricultura.
Son retos estructurales que van más allá de los problemas de coyuntura que generan incertidumbre, pero que, a veces, nos nublan y no nos dejan analizar los auténticos vectores del cambio.
Con o sin aranceles, con o sin conflictos internacionales en el horizonte, con o sin PAC, estos retos de índole estructural y que responden a un profundo proceso de cambio científico, tecnológico y cultural, están presentes en la agricultura, y si no se abordan harán aún más incierto y vulnerable el escenario presente y futuro de los agricultores, sobre todo de los que encarnan la agricultura profesional. Son retos, además, de una gran complejidad, enmarcados en el objetivo de la transición ecológica, y en un contexto en el que la agricultura y el medio rural se convierten en temas de interés general.
Y eso es bueno, ya que dan legitimidad y argumentos sólidos a las políticas de apoyo al sector agrario, en la medida en que la sociedad en su conjunto reconoce el valor esencial de la agricultura, aunque también es verdad que restringe de algún modo la libertad de los productores en el ejercicio de su actividad. Por eso, los agricultores y sus organizaciones deben asumir que los espacios rurales ya no son patrimonio exclusivo de ellos, sino un patrimonio compartido con el conjunto de la sociedad.
Los espacios rurales ya no son patrimonio exclusivo de los agricultores, sino un patrimonio compartido con el conjunto de la sociedad
Todo ello abre un nuevo debate social y político en estas áreas, un debate en el que, junto a otros grupos sociales, deben participar los agricultores y sus organizaciones, pero con actitudes abiertas y cooperadoras, dejando al margen rancios discursos corporativistas de supremacía rural ya superados. Asimismo, los demás grupos deben valorar la importancia de la actividad agrícola y ganadera para el buen equilibrio de los ecosistemas, la biodiversidad, la preservación de los espacios naturales y el dinamismo de muchas zonas rurales.
En este sentido, se debe evitar también el supremacismo que, respecto a los agricultores, muestran con frecuencia los grupos que enarbolan la bandera del ecologismo. Para una adecuada cooperación y para la construcción de alianzas entre los productores y los demás grupos sociales, estos últimos deben reconocer el enorme esfuerzo que están haciendo muchos agricultores profesionales para adaptarse al nuevo contexto de cambio y a las exigencias de la transición ecológica y digital, y no menospreciarlos.
No es posible avanzar en la necesaria transición ecológica si no se cuenta con la colaboración de este numeroso grupo de agricultores, ya que son ellos los que, a través de sus explotaciones, están en relación directa con el territorio.
Sea como fuere, y con independencia de cómo quede el reparto de los fondos europeos en la futura reforma de la PAC, España debe afrontar como país desafíos tan importantes como los señalados a lo largo de este artículo, muchos de ellos incluidos en la ya citada Estrategia Nacional de Alimentación del MAPA.
Son desafíos que tienen aquí en nuestro país su propia singularidad y que exigen políticas agrarias, alimentarias y rurales con una visión no sectorial, sino integral —una visión de cadena alimentaria—, así como eficientes sistemas de formación y asesoramiento técnico a los agricultores y dotaciones suficientes en materia de infraestructuras y servicios básicos en los territorios.
Son todos ellos retos que dependen de una buena articulación entre las distintas Administraciones públicas —europea, nacional, regional y local—; y también de la participación de una sociedad civil —agraria y rural— vertebrada en torno al mundo asociativo. Dicho así suena bien; pero, como en tantas otras cosas, el verdadero desafío es pasar de las musas al teatro, lo cual no es nada fácil en un escenario tan complejo como el de la política.
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